Marina

Te vi en la playa cuando aún no estabas desnuda. Tres hombres y una mujer te acompañaban, pero tú fuiste la única que se quitó la ropa, la poca ropa que llevabas. Cayó primero el short, deshilachado a la altura de las ingles, y luego una fina tela que era la mínima expresión de una braguita. Mientras te alzabas la camiseta, y antes de descubrir tus senos, uno de los hombres te tomó una foto. Cuando quedaste desnuda en aquella mañana nublada de playa, fue como si el sol se hubiese abierto paso iluminando la arena y el mar. Seco, tu cabello ondulado trepaba por tu cabeza, alzándose triunfalmente sobre lo alto. Cuando te convertiste en sirena y te abrazaron las olas, se rindió impotente ante la espuma y la sal. Tu estilizado cuerpo se estremeció al contacto del agua, y casi pude sentir como tus pezones se endurecían en tus pequeños pechos. Esto me hizo coger los prismáticos, aún a riesgo de que fuese descargada sobre mí una retahíla de insultos feroces. Pero estos sólo podían venir de ti, ya que los demás me daban la espalda.

Chapoteaste en el agua, ocultando tu desnudez bajo la tranquila superficie. Nadaste un poco y, por fin, surgiste cual Venus de la concha, quedando ante el objetivo y ante mí con tu piel mojada brillando igual que tras un rapto de pasión. Fue ahí cuando pude apreciarte bien, descubrir todo lo que eras y significabas. Parecías acercarte o superar ligeramente la veintena; como edad perfecta te hubiese puesto diecinueve. Pero de la presunta inocencia de esa edad sólo quedaban rescoldos vagamente perceptibles. Tu sonrisa evidenciaba que ya habías probado las mieles del cáliz de los placeres carnales. No era la tuya una sonrisa virginal, sino que estaba tintada de la malicia tentadora y sugerente de las desfloradas.

Tu cuerpo era suave, sutil, lejos de la exuberancia pero parco en la escasez. Tus senos, pequeños pero no exiguos, surgían livianos de tu torso. Senos, pechos, busto, mamas, ubres, tetas… no encuentro el nombre apropiado para bautizar aquellas dos breves maravillas de pezón contraído envarado que, desafiante, se clavaba en la película de la cámara que te inmortalizaba sin cesar. De frente, de perfil, de medio perfil, de espaldas…; de medio cuerpo, de cuerpo entero, de tres cuartos, un primer plano…; nadando, flotando, tumbada en la arena boca arriba, boca abajo, de lado…; sonríe, medita, seduce, provoca… Te tenía ante mí, veía todas las facetas de tu ser carnal. Otros, quizás muchos, te tendrían inmóvil, escultura en el pasado. Yo tenía tal vez menos, pero era el fugaz momento del presente, un presente que grababa a fuego en mi memoria todo pliegue de tu cuerpo, todo doblez de tu carne, toda gota que resbalaba sobre tu piel.

Te tallaba en mi recuerdo cuando me descubriste. Tus ojos se encontraron con los míos a través de las lentes del prismático, unos ojos que apenas se sobresaltaron cuando me advirtieron. ¿Acaso sabías que yo estaba allí, observándote, desde el primer momento y sólo ahora revelabas que mi presencia había sido descubierta? Tus labios se entreabrieron, para dar una voz de alarma pensé. Pero no hubo voz, no hubo palabra, tan sólo una lengua juguetona que desfiló lentamente de comisura a comisura. No hubo alarma, sólo una lasciva bienvenida, un saludo rebosante de erotismo.

Entonces, sin rubor alguno, dedicaste tu mulato espectáculo a mí. Las curvas de tus senos, cintura y caderas se hicieron más pronunciadas, más peligrosas; tus pezones parecían crecer más; el negro vello de tu pubis me susurraba la canción de los árboles que ven sus capullos florecer y se ensortijaba hacia el interior; tu sonrisa se hizo tan cristalina como el manantial del pecado; el agua que resbalaba por tu piel se entibieció y se hizo sudor… Me firmaste cada gesto, empapado de picardía criolla; cada pose, salpicada con el brillo de los ojos del deseo. Te cincelaste en el aire como un suspiro apasionado de amor, adoptando nuevas formas, incitando mi carnalidad mientras desbocabas la tuya.

A pesar de la hermosa sinfonía que componías toda tú, mis ojos seleccionaron entre todo el conjunto y se clavaron fijamente en tus pechos y en tu rostro, rostro mulato de daifa inocentemente provocadora. Tus ojos, las comisuras de tu boca relampagueante, los surcos que éstas abrían en tus mejillas al sonreír, tu naricilla tímida y respingona… y tus senos, de garrochas yertas sobre colinas, rodeadas por lagos oscuros y poblados por pequeños archipiélagos… en ese momento me enamoré de tus pezones y de tu rostro y te hiciste perenne en mi frágil memoria.

Y es porque es frágil que te convierto ahora en papel, en letra, en imaginación. En mi mente te guardo entre otros pechos (que de parcos son senos y de generosos, tetas), entre otras nalgas, otras pieles, otros rostros y otros cuerpos. Pero si quise tallarte en palabras, si quise encarnarte en lenguaje, fue por la sonrisa desnuda que envolviste en la brisa y me hiciste llegar, cabalgando en un suspiro de mar, antes de vestirte y marcharte dejándome sólo con el brillo tan efímero y permanente de la estrella fugaz del deseo carnal.

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