Lo primero que veo es la silueta de su cuerpo que la penumbra esboza entre las tinieblas. Me siento como un niño que recibe su primer regalo de Navidad. La suavidad de las líneas me permite comprobar que nada la cubre, y el niño ansioso por el regalo es sustituido por un tipo mucho mayor cargado de lascivia. Es ella quien enciende la luz, una luz que hace partir sombras tan pequeñas como sus senos, sombras proyectadas por el monte de Venus, ocultando el pubis. El resto de ella es blanco, luminoso.
Su piel parece seda, sabe a seda y tiene el tacto de la seda. No necesito tocarla para comprobarlo. Su esbelto cuerpo se proyecta hacia arriba como una de esas actrices de cinemascope por televisión. Es alargada, no alta. Esbelta y no delgada. Sutil y no brusca. ¿Qué importa que esté desnuda? Eso es un adorno más, como podría haberlo sido una chaqueta o una falda. Porque ella, que la he visto con ropa y sin ropa, despide una luz capaz de atravesar cualquier tela, cualquier piel. Tiene ese espectro que traspasa los límites de lo físico, que es sensualidad pura encarnada en una envoltura carnal al azar. Tiene esa inocencia candorosa que hace que uno se ofenda al verla desnuda, y esa malignidad de súcubo que hace insoportable verla vestida.
Desde ahí, me proyecto, me fragmento enclavándome en cada uno de sus preciados y preciosos tesoros, aferrándome a ellos, fundiéndome entre su vello y su sudor. Recorro su nuca para producirla escalofríos; sus pechos para producirla estremecimientos, su pubis para que toque el cielo… Quiero hacerla sentir que estoy aquí, pues con su suntuosidad opaca a todo aquel y a todo aquello que no sea ella… Ante Amalia, los márgenes de mi mirada se diluyen y el resto de la habitación se difumina… pierdo la consciencia de que existo y sólo soy consciente de que existe ella… Ella, Amalia, la musa que se aparece a los pintores de desnudos durante el sueño, la amante que poblaba las infieles fantasías de Zeus, la mujer que nunca será madre aunque sea madre, que nunca será esposa porque será siempre esposa de todos los hombres, que nunca será casta porque ser casta es pecado para ella. …
Rondo tembloroso e inquieto por su cuerpo, tímido y apocado como el niño que entra por primera vez en una iglesia… husmeo como el animal lo hace con una cueva en la que quiere dormir esa noche y, al igual que él, encuentro que hay seguridad allí, que estaré confortable y caliente, que nada ni nadie me hará daño en el mundo mientras este ahí. Pero de pronto me sacudo, ella ha reaccionado. No se opone a mi presencia, pero no quiere que la excluya, que crea que somos dos y no uno… es la diosa tiránica que recuerda a los hombres su existencia y que otorga favores sólo por ser adorada. Me ataca como un súcubo feroz, succionando cada centímetro de mi piel y haciéndome entrar en su ser de todas las depravadas y perversas maneras... Se despoja de su nimbo angelical sustituyéndolo por un aro de fuego, pero mantiene su aureola de inocencia para hacerme sufrir, mostrándome lo que creía que era y actuando como es. Me lleva de la mano hasta el borde, me muestra el abismo y me da esperanzas antes de arrojarme a él... Caigo sin poder asirme y me desbordo por todas partes, notando como ella liba como hidromiel cada migaja de mi placer.
Luego desaparece como el humo, se eleva dejándome con su imagen como única prueba de su existencia… No veo su ropa pero no se ha ido vestida. Sé que ha estado desnuda pero me aborrezco por haberla visto así. La luna entra por la ventana mostrando vagos restos de su perfume que quedaron en el aire. Una diosa vaga libre y colérica por los caminos, iracunda contra aquellos que ignoran su existencia. Esos, esos serán durante unos instantes elegidos como yo. Luego caerán de rodillas, mirando en el suelo el rastro de su huella que va borrando la tierra esparcida por el viento, y lloraran como yo lo hago ahora por la certeza de no volverla a ver nunca más que deja su partida. Y mientras, sus suspiros serán como rezos por una diosa vestida con el nombre de Amalia.
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