Jeanneth

No me canso nunca de recorrer cada centímetro de tu piel: desde las amplias superficies de tus pechos hasta la curvatura de tus caderas, los rincones de tus oídos y el angosto pasadizo que escondes entre tus piernas. Nunca me aburro de contar cada hueco entre la longitud de tus cabellos, ni de ver cada suspiro que pasa entre ellos. No me harto de saborear tu sudor enfebrecido, ni de oírte cantar esos versos que son tus gemidos. No me cansa, no me aburre, no me derrota poseerte, pues así también soy yo poseído.

Explicarte es pobre: hay que sentirte. Brillar con tu alegría y oscurecer con tu tristeza; existir con tu vitalidad y extinguirse con tu abatimiento; cocerse con tu calor y congelarse con tu frío.

Calor. Tu mera presencia es calor. Quiero mirarte ahora con los ojos de otro, con los del amante con quien no me engañas y que a mí me gustaría ser para, así, verte de nuevo por primera vez.

Vestida, provocas. Desnuda excitas. Porque vestida insinúas, en el nacimiento de tus pechos, un inacabable caudal de pasión, un incontenible manantial de lujuria. Creas el anhelo de ver el resto, y haces trabajar la imaginación del lascivo diseñando la aureola de tus pezones, ora grande y diluida en sus bordes, otrora pequeña y granulada. Y tus pezones mismos, creciéndolos o disminuyéndolos al antojo de su fetichismo.

Tu talle estrecho, del que nacen tus rotundas nalgas, diestramente moldeado por el alfarero celestial, te hace perfecta figura incitante y pecaminosa; es el acento justo en la palabra indicada que hace la frase perfecta. Y son tus nalgas las que dieron el nombre y la definición a esa palabra (a veces obscena, a veces jocosa, siempre elocuente) de “culo”. Porque culos como el tuyo hay pocos, perfecto hasta la matemática y proporcionado con el resto del conjunto.

Y quien logra sustraerse a tales encantos corporales y se digna a levantar la vista, se topa con coronación de la obra maestra de Venus: un rostro que pasa de la inocencia a la voluptuosidad en un parpadeo, llegando al fondo de las mismas, intercambiando el papel de querubín y súcubo con cada brizna de viento. Bondad y pecado se cruzan y se encuentran, se odian y se aman, copulan y se rechazan.

Pero es cuando los susurros caminan por tu piel, cuando tu carne es acariciada por los vientos, es entonces cuando florece la primavera, cuando el sudor es un licor embriagante y cuando hasta las pestañas hacen ruido al caer. Mudo me quedo al ver el esplendor de tu naturaleza carnal.

Cimas y hondonadas, cerros y pendientes, valles recorridos por senderos sinuosos… eres un paisaje exuberante en movimiento.

Escalo tus senos hasta conquistar tu pezón, capullo de flor naciente enraizada en las profundidades del deseo. Tensa garrocha de conquista, rígido estandarte en el que cuelgo mi bandera, recorro su curvatura, su longitud y su cumbre.

Pero mi carácter andariego me lleva a explorar cada camino de tu cuerpo. Ando por altiplanos y desniveles, respirando cada poro y disfrutando cada tono de luz que se refleja en tu piel hasta que, habiendo pasado por todas las sendas, senderos y vías, desando lo andado e indago en la boscosa gruta donde escondes el hidromiel de los dioses.

Ya desde lejos, su fragancia es arrebatadora, enajenante, susurrando con voz de sirena el abandono de la racionalidad, el abrazo a la lujuria, la renuncia a Palas Atenea y la adoración a Afrodita. Embelesado, me dejo caer en los brazos de tu hechizo y bebo de tu manantial.

Cuando por fin cedes paso a mi tosquedad, entro tímido y tembloroso; pero cuando te engarzas en mí, estrujándome y exprimiéndome, me convierto en una bestia sin cerebro cuyo único propósito en la vida es demostrar su fuerza y darte así satisfacción. Luego, me derramo con un grito, se me escapan las fuerzas, me convierto en un pingajo desplomado, carne para cuervos. Te contemplo luminosa, radiante. Tu hechizo lascivo ha desaparecido, ya no tienes poder sobre mí. Pero, al poco, esta inmunidad se desvanece; la diosa había tomado forma mortal para que recuperase mi orgullo y así volver a aplastarlo y recordarme el pobre esclavo que soy de su divinidad resplandeciente.

El sudor brillando en tu piel me hace consciente de todo lo que perdí. Tu pezón goteante envuelto en bruma me lastima mostrándome en su reflejo todo lo que abandone, todo lo que se quedo atrás. Y vuelvo a perderlo, a abandonarlo, a dejarlo atrás con una mueca adolorida… Me embriagué con la curvatura de tus senos y con encantos de tus caderas, y borracho de lujuria, dejé atrás demasiado. Y mientras me mantengas borracho, sólo me quedará retirarme a un rincón para llorar amargamente por lo que perdí.

Pero un día, sí, un día, sé que una nueva piel se cruzará en mi camino…

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