Lidia

Voy a ser gráfico, directo, hiriente quizás para algunas sensibilidades. Voy a ir al grano, describiendo vehementemente pero sin tapujos su cuerpo. ¡Basta de metáforas estúpidas y comparaciones tontas!

Lidia es gorda, muy gorda. En ella se albergan 120 kilos de pasión de ébano desenfrenada. Su volumen de movía por la ciudad tambaleándose ligeramente con cada paso por culpa del ingente trasero, hendiendo el viento con sus desmesuradas mamas a forma de arietes de batalla. Un suéter blanco, en armonioso contraste con su oscura piel, transparentaba unos pezones envarados, más oscuros aún, de extensa aureola. Su cuerpo cincuentón embrutecido por el trabajo, deformado hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de los partos, la hacía pasar desapercibida ante los ojos de los hombres que buscan en los escotes y bajo las minifaldas de mujeres más estilizadas y jóvenes que ella. Sin embargo, mis ojos lascivos se posaron sobre ella al igual que los millares de ojos de una araña hambrienta ante una mosca.

Cuando atrapé con mi tela de araña a mi presa, pude contemplar ante mí la encarnación del desenfreno más absoluto, la carnalidad del deseo salvaje. Aquellas desmesuradas y desafiantes ubres se habían convertido en dos fortalezas derruidas por su propio peso y el de los años pretéritos, esparciéndose sobre una serie de colinas y pliegues que concluían sobre una montaña de gran contorno. Poseían aquellas colosales mamas, ahora desmoronadas, la belleza etérea de las ruinas de una ciudad que envuelven y atrapan con su misterio. Largas estrías surcaban su superficie, como senderos formados por los caminantes al viajar por un bosque, llegando hasta un espacio dominado por la aureola del pezón que, lóbrego como una noche sin estrellas, se extendía llamativamente en cada pecho, portando el estandarte de un pezón pétreo y envarado.

Bajo ellos, unos ribetes flácidos de grasa caían a los costados de una cintura tan sólo ligeramente abocetada. El ombligo coronaba una inmensa y lisa barriga. Bajo toda aquella desmadejada humanidad, se ocultaba un sexo densamente poblado por un vello negro y rizado. Cada mechón resplandecía a la luz con el reflejo de su humedad. Negar que bebí de aquel germen de pecado y lujuria sería como negar que el sol sale cada mañana.

Me perdí en ella antes de que fuese consciente de mis deseos concretos. Tanto calor flotaba en el ambiente que no tardó en convertirse aquello en una cruenta batalla sexual. Cada uno se afanaba en extraer al demonio del éxtasis por su vía orgiástica antes de que el otro lo consiguiera. Yo le tendía emboscadas entre las ondulaciones de sus carnes, escondiéndome bajo las grasas que se deslizaban flácidamente a lo ancho de su mole, mientras ella me infligía apasionadas heridas en puntos que hasta yo mismo desconocía.

Hundí mi miembro en su vagina, en su boca, en su ano. Ella se entregó a mí con la misma pasión con que yo a ella. En cuestión de horas, no hubo depravación que no hubiésemos probado, juego al que no hubiésemos jugado, fantasía que no hubiésemos realizado. Nos envolvimos en una espiral de pasión desordenada y nos perdimos en laberintos sudorosos de deseo carnal. Como fetichista, devoré sus pies y sus inmensas ubres; como depravado, la forcé a que albergase mi miembro en su boca, obligándola a tragar mi simiente. Ella, como puta, se dejó hacer todo lo que yo quería. Ella, tan grande y voluptuosa como esas estatuas que encuentran los arqueólogos y que encarnan a la diosa madre, me absorbía por los innumerables pliegues que sus carnosidades esparcían por su cuerpo. Yo, que creía ser amo y señor, únicamente era esclavo de su enjundia, y fingía dominar la situación cuando en realidad era dominado por ella. El final fue una serie de epílogos orgásmicos. No había parte de su piel café que no estuviese manchada de la blancura semitransparente de mi semen.

Nos separamos tal y como nos encontramos. No hubo palabra alguna que sugiriese tristeza por la despedida al igual que no hubo ninguna que reflejase alegría por el encuentro. La pasión es muda, y ambos lo sabíamos. Nos miramos a los ojos sabiendo que aquello había sido tan sólo una manera de pasar el rato como otra cualquiera, aunque quizás más placentera. Volví a sumergirme de nuevo en la marea de ojos que buscan en los escotes y faldas de las jóvenes y delgadas. Volvían mis ojos a ser unos de esos ojos, moviéndome a la par de la corriente para fluir con ella y no ser arrastrado. El miedo a ser desclasado, apartado de los demás invadió de nuevo mi ser. Ese miedo era el que condenaba a Lidia y a otras mujeres a no ser buscadas, a ser tan sólo encontradas por aquellos que albergan en su entrepierna una necesidad sin escrúpulos. Ese miedo era el que las negaba el derecho a ser admiradas.

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