El lujurioso paisaje susurraba su murmullo de hojarasca mientras caminábamos por senderos olvidados. Viendo la tierra erosionada por desconocidos viajeros, pensé en aquellos que algún día pasaron con la suficiente frecuencia como para dejar un rastro en tan bello lugar. Si, en algún tiempo remoto, un sólo hombre atravesó aquella tierra, no dejó tras de sí más que huellas polvorientas confundidas en el camino.
Ibas constantemente delante de mí, guiándome. Habías prometido a algún íntimo dios de alguna perdida mitología no cruzar palabra acerca de nuestro destino, manteniéndolo en el secreto. Avanzaba tras de ti, oh musa de mi pluma, sin importarme el lugar donde me llevases, ni el motivo que te movía a llevarme hasta donde sólo tú sabías.
Pasamos entre enmarañadas frondas siguiendo el rastro de un predecesor indeterminado. La bóveda celestial se ocultaba de nosotros tras las espesas copas de los árboles que, imperturbable, vigilan detenidamente nuestros pasos. Estaba tan desorientado que sabía que subíamos cimas cuando el terreno ascendía, y que bajábamos a hondonadas cuando veía las raíces de los árboles sobre nuestra cabeza. Me guiabas a través de un laberinto de zarzales y brezos, cual cuerda de Ariadna lanzada a un desesperado Teseo.
Fueron para mí horas las que pasamos mudos, andando entre tanto verdor, serpenteando entre el esplendor de la naturaleza. Por fin, tras unos arbustos, la claridad del sol se nos enfrento desafiantemente mientras nuestros pies se embarraban en unas tierras anegadas. Ante nosotros, abriéndose paso entre las columnas de madera que lo bordeaban, quedaba un caudaloso río que iba estrepitosamente en busca del mar. ¿Por qué sus aguas, que acariciaban fieramente su lecho pedregoso, no me habían antes advertido de su presencia? Pareciste haber oído mi silenciosa pregunta, y una sonrisa se esbozó en tu rostro a manera de idéntica respuesta.
Avanzamos un trecho más a lo largo de la orilla del río hasta llegar a un verde pastizal, tibio como la humedad que resplandecía fruto el rocío. Te sentaste entonces sobre una roca que, sumergida en el agua, sobresalía al exterior su parte mayor. Continuamos en silencio. Me mirabas a mí y yo a ti. Sólo se oía el murmullo del río, las hojas apareándose con otras hojas, los insectos zumbando en busca de alimento. Parecía todo aquello un rezo orquestado por un misterioso vicario natural. Tan sagrada esencia dimanaba de él, que no me atrevía, a pesar de mi curiosidad, a violarlo con palabras que, fuesen las que fuesen, sonarían obscenas. En tus ojos vi que eras consciente de mi turbación, pero, sin embargo, no aparentabas compartirla, incluso parecía divertirte. Tomé yo, pues, también asiento en otra roca, gemela a la del río, que emergía del salvaje pasto. Y me quedé contemplándote, observando la noche de tu mirada que ahora se perdía en el curso de las aguas.
De pronto, te incorporaste. Tu pelo azabache, medía melena que lacia caía hasta poco más de tus hombros, era mecido por la suave brisa que arrastraba el impulso del río. Eran sables tus ojos que con su filo me impelían a ser estatua. Quedamente, fuiste despojándote sin ninguna explicación de tu escaso atavío. Tu amplía pero corta falda, de vuelo como de pájaro, se deslizó por tus compactas y estilizadas piernas, dejando tras de sí la vaporosa estela del roce con tu piel. Tu sedosa blusa, del color que el mar debe tener en las profundidades, cayó liviana, arrastrada levemente por la brisa. Y quedó, de esta manera, tu cuerpo ante mí, oculto únicamente el cielo que hay entre tus piernas por un tejido como de noche. No había vergüenza en tus ojos, no te inquietaba mostrarme, sin motivo alguno al que yo hubiese dado pie, tu pálida piel reverberante de deseo; de deseo inquieto y escondido que siempre sale a flote cuando la dermis descubierta por completo toma contacto con el viento.
Pudorosa, estrechaste tus brazos alrededor de tus menudos senos, escondiendo a mis ojos los botones rosados que destacaban entre toda tu albura de nieve. Apenas había tenido tiempo, en una fugaz mirada, de verlos. Te apoyaste en un árbol y me miraste. Parecías haberte convertido en un verso más de la plegaría que árboles, río y follaje murmuraban entre dientes. Te habían hecho sagrada, intocable. Mi ardor masculino escapábaseme por los ojos. Era mi mirada manos delicadas que recorrían tu cuerpo en caricias invisibles. Con un chasquido, un botón se desabrochó y, suavemente, cayó la más íntima prenda interior hasta la hierba, seguida por tus brazos que, extendiéndose hacia atrás, rodearon el contorno del árbol.
¿En que se convirtió entonces mi mirada? En una insolente y hambrienta bestia, en un salvaje y obsceno arrebato de pasión. Pero, sin embargo, pronto mis ojos dejaron de ver tan sólo aquella explosión de carnalidad. Eras pura... pura como el agua, como la madera del árbol que tocabas; pura como la hierba que cosquilleaba tus descalzos pies... Así, desnuda, eras una criatura más de la naturaleza: tu melena eran hojas arremolinadas que salían en busca de luz; tus senos eran frutos en flor que pendían de tu tronco de níveo ébano; tu talle se ondulaba como se ondulaba el agua formando crestas sobre las rocas; tus ancas, pétreos promontorios inamovibles, permanecían imperturbables a cualquier capricho meteorológico; y la enredada pelambre de tu pubis se ensortijaba cual enredadera que, tras la ventana, trata de espiar la divinidad.
Yo, convertido en estatua, observaba el maravilloso paisaje con el que la madre naturaleza se empeñaba en bendecirme. Rompiendo tu idéntica inmovilidad, avanzaste a mí como la brisa, me susurraste al oído palabras hondas como raíces, y depositaste sobre mis labios un fragante ósculo, suave como el pétalo de las rosas de donde venía su perfume. Y en aquel instante, en aquel santuario de verdor, te entregaste a mí con el furioso ritmo que la corriente imprimía al agua del río.
No hay comentarios:
Publicar un comentario