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retratosmujer “Retratos de mujer” es un breve ejercicio estilístico de descripciones físicas de mujeres por medio de cuentos cortos bajo un punto de vista erótico. Si lo deseas, puedes descargártelo en formato PDF o ePub gratuitamente desde Bubok o, allí mismo, comprar su edición en papel bajo demanda por €10.

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Índice

Ebony

Aún esbozo en el recuerdo las líneas de tu figura cuando desde el pretil te observaba, mientras tú, con descuido, desnudabas tu recio cuerpo de azabache ante mis ojos.

Réprobo siempre he sido de todas las religiones que nos impiden a los hombres disfrutar las excelsas mieles que las mujeres, como diosas hastiadas, nos brindan. E, incluso así, sé a la perfección lo detestable de aquel mi comportamiento. Pero es que era tan difícil evadir la vista cuando, en aquellas tardes de verano, habituabas a desvestirte frente a la ventana. ¡Oh divino descuido que nos unió en una relación muda de palabras y tactos! ¡Oh célica petulancia con que hacías ostentación de tu cuerpo, que me llevaba a disfrutar de las mieles que sólo la vista puede ofrecer!

La primera vez fue casualidad. La estrecha calle que forman nuestros edificios no da para muchos deleites paisajísticos, pero el agobiante calor me impulsó a apoyarme en el balaustre de mi ventana en busca de alguna extraviada y pasajera brisa. Eolo me ignoró, pero parece ser que Venus decidió consolarme, pues cuando mi atención recayó sobre la luz que, de pronto, iluminó una de las cristaleras frente a mí, apareciste tú, ignorante de aquel espectador accidental del sublime espectáculo que ofreciste a continuación.

En el instante en que comenzaste a alzar la bermeja camisola que llevabas, comprendí súbitamente qué era lo que pensabas hacer. Pero mientras mi conciencia se debatía entre la desvergonzada vigilancia y el pudoroso comedimiento, cayó al suelo la prenda, quedando ante mí, de medio lado, unos promontorios globulares que surgían escandalosamente de tu torso. Mi conciencia, abatida, se retiró a un rincón a curar sus heridas mientras yo contemplaba con estupor como caían, libres del sostén, aquellas oscuras ubres prosopopéyicas cuales mayúsculas bayas de los arrayanes.

Te giraste entonces, quedando de espaldas. Tu prieto vaquero se negaba a abandonar la plenitud de tus caderas, orondas como una manzana invertida. Desapareciste de mi vista momentáneamente, para volver a aparecer con una minúscula braguita ambarina que mostraba más de lo que ocultaba. Fugaz aparición aquella, de la que no pude retener fragmento alguno, salvo la estrechez de tu talle. Apagaste la luz y, cuando el fulgor del televisor comenzó a mostrar difusas sombras, ya habías desaparecido. Me quedé a solas con mi alma encendida.

Al día siguiente, cerca de la misma noctívaga hora en que te había visto, aceché indiscreto desde mi ventana. Tras larga espera, resolví retirarme, despojando de todo aspecto predecible y lanzando al reino de la casualidad lo sucedido la noche anterior. Sin embargo, ya salía de la habitación cuando vi de soslayo en un espejo situado frente a la ventana la aparición de un reflejo prometedor. Ver tu luz prendida y apostarme en mi emplazamiento fue todo uno.

Llevabas en esta ocasión una blusa atada en los extremos bajo los pechos, dejando tu ombligo al exterior. Portabas un pantalón sin perneras que había permitido a todos contemplar tus brunas piernas. Pero, mientras que a los demás únicamente se les había permitido ver meros avances, sólo a mí me estaba reservado contemplar la endrina función al completo.

Comenzaste de nuevo por la parte de arriba. Deshiciste el nudo con que habías atado meticulosamente la blusa y tus oscuras prominencias saltaron en una riada de carnalidad pues no había esta vez sostén que hiciese de presa. Distraídamente, alzaste la cabeza tras terminar la primera parte de tu despreocupada exhibición, y entonces...

Quedaste inmóvil cual estatua frente a mí. Tus ojos coincidieron con los míos y comencé a adquirir el tono de la grana. Tu estatismo, fruto de la estupefacción, indicaba que, sin lugar a dudas, me habías descubierto. Yo permanecí igualmente inmutable, esperando a que tú dieses el primer movimiento. Con esto esperaba engañarte, hacerte pensar que en ningún momento te estaba mirando, sino que estaba buscando alivio en la bochornosa noche veraniega.

Pero, ¡oh, sorpresa! Cuando yo esperaba verte correr indignada una cortina, u oír unos bien merecidos insultos desde el otro lado de la calle, lo único que hiciste fue continuar con lo que, antes de descubrirme, estabas haciendo. Y he ahí que comenzaste a hacer ostentación de los regalos con que te había obsequiado la madre naturaleza: cayó al suelo la blusa, permitiéndome ver por entero tu torso del que surgía un soberbio amazacotamiento mamario que su firmeza hacía parecer ingrávido. Me diste la espalda e, inclinándote por tu talle, me ofreciste tus redondeadas ancas, planetas inmensos que parecían pedir exploración, al tiempo que las ibas desnudando de la corta pantaloneta y de la prenda interior que había bajo ella. La luz que perturbaba las tinieblas nocturnas arranca brillos de la oscura y tersa piel de tus nalgas. Entre ellas pude distinguir un enjambre ensortijado de pelusilla que rodeaba a dos ninfas que, incitantes y sugerentes, parecían ir perlándose de tu excitación.

Diste entonces media vuelta de nuevo, incorporándote y quedando de nuevo ante mí aquel busto atezado que me había dominado desde el principio. Repasaste con tus manos lentamente toda tu eclipsada dermis, como preciándote de tu epicúrea hechura y avanzaste hasta la ventana, donde te apoyaste como yo en el pretil, quedando tus senos suspendidos sobre la calle. Acariciaste semejantes ubres con manos de seda, mientras a mí me parecía sentir el roce de los pezones en las palmas de tus manos y como, cuando los pellizcabas delicadamente, crecían y se endurecían al toque de las yemas de tus dedos. Deslizaste una de tus manos al interior y tu brazo comenzó a moverse vigorosamente. Sin poder evitarlo, te imité, y ambos nos entregamos a amarnos a nosotros mismos sin despegar en momento algunos nuestros ojos del otro.

Fue desde aquel día que, todas las noches, te jactabas desnuda de tu estampa frente a la ventana, segura de que yo estaba ahí para verte. Todo fue bien en aquel tácito e impúdico pacto hasta el día en que mediste el regalo de tu coito, de tu cópula desenfrenada con un macho descomunal. Impeliste a éste a amarizaros junto a la ventana y él, como buen hombre, no pudo dejar de someterse a la depravación de una mujer. Vi como mimaba con deleite tus maravillosos globos, y era mi lengua la que recorría tus tiesos pezones; vi como acariciaba tus nalgas, y era yo quien exploraba la piel de ébano de tus posaderas... Como he dicho, todo fue bien hasta que, cuando se aprontaba para invadir tu húmedo y cálido aposento, se percató de mi presencia. Yo estaba absorto en como él tomaba posesión de ti y, al lanzar la estruendosa exclamación que le sobrevino al descubrirme, de la sorpresa caí desde la ventana en la que me había apoyado peligrosamente para observar mejor.

Te escribo esto mientras espero a que dicten sentencia sobre mi caso. Ya que se trataba de una violación de la intimidad de mutuo acuerdo, dudo que sean muy severos conmigo. Salvo eso, y otros pecadillos menores, no tienen en realidad nada grave contra mí. Posiblemente, antes de darme un destino definitivo, me mantendrán en este lugar con el objeto de purgar por completo todas las objeciones que me puedan plantear a la hora de ir arriba. Pero, si no me prestan ayuda, dudo mucho que pueda hacerlo pues, aún aquí, continuo pensando en tu lozano escote, en tu rotundo nalgatorio, en las curvas de tus formas...

Alicia y Sabina

Cuando las ve juntas, el Macho sucumbe, se siente humillado y alardea de su virilidad, de portar el falo capaz de iluminar a las féminas descarriadas. Y, cuando es ignorado por ambas, sucumbe aún más y se vuelve agresivo. Su agresividad no es esa que necesita el amor carnal, que no fuerza sino pide la entrega pues por medio de ella el amo es esclavo y el esclavo, amo. No, esta agresividad es violencia. El Macho no puede ser apartado, no puede ser ignorado como Macho; sí como hombre, pero nunca como Macho. Y, a pesar de ello, se excita.

Cuando las ve juntas, la Hembra no reacciona mejor: le repugna. ¿Acaso se siente como la fervorosa seguidora de un ídolo que, de pronto, se debilita por no ser seguido por todas y cada una de sus iguales? La Hembra se solidariza con el dolor del macho al ser ignorado porque ve que su esclavitud falócrata, de la que no puede o no quiere liberarse, no es compartida por todas las mujeres. La Hembra sufre porque no todas sufren, busca el sufrimiento de todas en lugar de buscar el alivio de sí misma y no se pregunta acerca de si le gustaría porque teme la respuesta.

(Hay que recordar que el Macho y la Hembra han sido creados por los mismos que se empeñan en crear y destruir otros estereotipos a su antojo, basándose en razones muy oscuras y egoístas que aún no se terminan de discernir).

Pero el hombre y la mujer, cuando las ven juntas, se diferencian del Macho y la Hembra en que callan, miran sólo si les dicen pueden mirar y no actúan. El hombre y la mujer han asumido su lugar como macho y hembra. El Macho y la Hembra no encuentran su lugar como hombre y mujer. Unos son libres porque asumen que su libertad reside en la de los demás. Los otros son esclavos porque quieren ser ellos los únicos libres o que todos sean esclavos.

Cuando están juntas, Alicia y Sabina se olvidan de los machos y de las hembras, de las etiquetas de los insultos y, cuanto más pasan juntas, de los disfraces y los secretos. Las fuerzan a vivir en la mentira y sólo son felices cuando viven en la verdad, a la que abrazan, besan y acarician. Ambas han luchado mucho por su libertad, enfrentándose contra el macho y la hembra que, disfrazados de padres, amigos y opinión pública, trataban de encorsetarlas en unas normas que por no escritas ellos consideraban (y consideran, pues sus ataques no cesan) tácitas y de riguroso respeto. Por esto, cuando están solas y se aman, escuchan música: la música es libre, sale de la libertad del hombre para crear, escapa libre sin dejarse atrapar… Alicia y Sabina quieren ser música, y música son cuando se aman.

El cuerpo de Sabina es una flor que sólo brota ante Alicia. Es delgado, de piel sedosa, de pechos firmes y mesurados con aureolas sutiles y pezones tímidos; de pubis castaño y medroso pero incandescente; de brazos y piernas firmes pero delicadas, frágiles y quebradizas; de manos finas y acompasadas; de pies pequeños y livianos… Su rostro de porcelana, con nariz respingona fina y afilada de muñeca antigua, con media melena castaña en forma de casco, tiene el rictus de princesa de cuento de hadas esperando el beso que la despierte…

Alicia es delgada hasta casi la transparencia, sin más curvas que las de una línea recta; de senos encogidos y pezones desmesurados; de nalgas firmes pero discretas; de brazos y piernas frágiles y quebradizas; de manos alargadas y hasta toscas; de pies espigados y nervudos... Su rostro cenceño, surcado de arrugas prematuras y coronado de blondo cabello corto y ensortijado, tiene un perpetuo mohín de enojado despreció que sólo desaparece delante de Sabina.

Por separado, ambas son envidiadas: Sabina por las mujeres a causa de su piel rosada, su candorosidad fascinante, por su figura proporcionada y estilizada; Alicia lo es por los hombres, porque posee a Sabina.

Pero juntas son, casi siempre, repudiadas. A Sabina la acusan de rebelarse; a Alicia de haber sido siempre rebelde. Para aquellos que gustan de rechazar, es más fácil insultar y denigrar que tratar de comprender y respetar.

Alicia y Sabina, y todas las Alicias y todas las Sabinas, serán eternamente, aún a disgusto de muchos, la verdadera encarnación de la mujer; una mujer que no necesita del hombre para serlo, una mujer que se abastece de feminidad en su propio sexo.

Saivla

Allí parada, parecías una negra espiga que hubiese crecido entre las grietas de la acera. Tus frutos deslucidos indicaban que ya hacía tiempo que paso en ti la época de recolección sin que nadie los recogiese, limitándose únicamente a catarlos tantos seres que ya eran anónimos en tu mente. Era por ellos que tu femíneo orgullo había caído en la abulia, impulsándote a permanecer en una traza anárquica, descuidada.

El reloj, artefacto infernal que inventó el hombre para ir descontando los momentos que quedan hasta el último acto de esta obra de teatro interpretada por ciegos, había estragado tu rostro de azabache. Lo había llenado de fechas mutadas en ojeras, de recuerdos imborrables que navegaban por los surcos de tus mejillas. Tus grandes ojos anidaban cansados en sus cuencas, tediosos por ver lo mismo que siempre habían visto; tu chata nariz husmeaba de cuando en cuando en busca de reminiscencias de tiempos menos frugales, más feraces en sensaciones envolventes en uno u otro sentido; tus otrora voluptuosos labios descansaban olvidados de las lascivias de otros días, ya secos de dar tantos besos a tantas ranas que dijeron ser y jamás fueron príncipes.

Yo, como un Nikolai Stavrogin moderno, haciendo por hacer y no buscando los motivos, me acerqué a ti con el firme propósito de hacerte mía, a sabiendas de que no rechazarías a alguien que se atrevía a acercarse a ti con tales intenciones. Desde ahí, fuiste mi Lebiadkina de un sólo día sin que mediase cura o juez.

¿Y qué fue lo que buscabas en mí, lo que te impelió a aceptarme, tú, que habías oído todas las promesas que se pueden romper en una vida? Tal vez fue algo simple, algo sencillo como que necesitabas sentirte mujer, que necesitabas llenar un vacío que ya te pesaba entre las piernas; algo tan simple como que necesitabas que una lengua viril invadiese, atrevida y sin condiciones ni juramentos bastardos, tu boca anegada de pasión fugaz retraída. O tal vez fuese que necesitabas algo que guardar en ese cofrecito que escondes en tu alma (no te lo vayan a robar) y que, cuando lo vieses, saltase como un payaso en su muelle al abrir un regalo sorpresa para recordarte que, de vez en cuando, aunque sea noche perpetua en tu piel, puede despuntar un tímido y efímero sol en tu corazón.

Sin embargo, no querías otra justificación que no fuese la del sexo por el sexo, aunque sólo significase en realidad tu necesidad de ser deseada, de sentirte mujer física más que ente femíneo estéril en la libido masculina a fuerza de partos y desgastes. Sabías tus necesidades pero te engañabas. Querías considerarte una puta, una ramera que se va con cualquier hombre que se cruza en su camino, pues para ser puta se ha de poder, y si lo eras es que podías. Y de esta manera, mintiéndote a ti misma, te escabullías de tu cuerpo de aguja, y tus resecos senos seguían siendo pequeños, pero como los de la implume virgen voluptuosa de inocencia de escándalo.

Me seguiste hasta un lugar de aquellos que dan hospedaje a las mancebías. La cama, cuyas sabanas habían perdido su color primitivo a fuerza de extraer de ellas el sudor de los amantes, crujió cuando te sentaste en su filo. Quedaste a la expectativa, dejándome a mí la difícil tarea de preludiar nuestro amancebamiento. Tan fríamente me mirabas, tan impasiblemente esperabas que me acercase a ti, que aquello parecía más un despecho anafrodita que una expectativa vehemente de la fusión de los cuerpos. Ahí, frente a tu inexpresividad, comencé a prepararme para el rechazo, tratando de buscar la razón del llegar tan lejos cuando planeabas rechazarme, intentando entender el motivo de tu arrepentimiento.

Comprendiste al instante mis temores cuando yo no comprendí tu indiferente actitud, fruto de tanta y tanta verborrea farragosamente romántica plagada de promesas desdeñadas al abandonar el lecho burdel. No tenías tu razón para esperar de mí más que un falo que cubriese las necesidades de un cuerpo olvidado por los machos tras haber sido consumido por estos hasta la saciedad. De ahí la ausencia de la agitación que provoca la carnalidad: no se trataba de degustar, paladeando hasta que los sabores se impregnasen en cada una de las papilas; era, sencillamente, alimentarse en un momento en que se juntan la oportunidad y las ganas de comer. Y, como yo no comprendía, tú deshiciste el equívoco que comenzaba a forjarse en mí incorporándote y, de pie, procediste a desvestir parsimoniosamente tu enteca figura.

Tus senos, ya de por sí exiguos, estaban resecos de alimentar hijos que no habían tardado en marcharse de tu lado, abandonándote igual que hicieron antes sus padres; unos hijos que no habían dudado en llevarse tu cintura como recuerdo de su permanencia en el útero, sin preocuparse de dejar tu enjuto cuerpo como vara de sauce desgastada por los caminantes que te usaron en los febriles momentos en que su virilidad no les daba descanso.

Se alineaba con tu torso tus caderas, a las que le seguían en línea recta el par de garrochas que sostenían el desmedrado peso de tu cuerpo. Las nacaradas bragas de blonda, que hacían mordaz contraste con tu cuerpo, se desplomaron en el suelo dejando libre un sexo prolijo en vello, pero del que, entre las ensortijadas hebras, se destacaban unos labios exageradamente descollantes de su vulva, producto de los muchos príapos echados al coleto vaginal. Por último, innecesariamente pero a forma de entrega total, te despojaste de los sucios calcetines que hacían juego con el interior que yacía en el piso. Tus alargados pies, al igual que tus manos, eran surcados por venas que hendían la apergaminada piel, tal como ríos que se empeñan en atravesar con su caudal un terreno marchito y estéril.

Y así, desnuda, permaneciste frente a mí, exhibiéndote como una estatua, y yo observándote como el visitante de un museo. Te veía ahora tal y como eras, sin el disfraz de la ropa. Y viéndote de esa forma, huesuda, demacrada, macilenta caricatura de femineidad, encontré en ti el punto de abstracta belleza que el conjunto de tus avejentados miembros transmitía.

Era una belleza enfáticamente inefable. Era la voluptuosidad a través de la carencia de la misma, la presencia de la ausencia, la nada que existe porque la no-existencia es una existencia en sí misma. De esa forma, aparecieron ante mí los vagos restos de lo que un día fuiste; de esa forma, me mentiste como a ti te mentías y tus senos fueron los núbiles pechos de una virgen adolescente, tu cintura se estrechó como el cuello de una vasija y tu desplomado nalgatorio se irguió firme como el de una joven caribeña. Sí, fue de esa forma que nos mentimos y, viviendo ambos una mentira, forjamos una verdad.

En esa verdad, adorné tu cuerpo con arabescos de caricias; me sacié con tus pies como esclavo envenenado por el arrobo hasta el deliquio por su ama; tus pezones, a forma de quebrados alfileres, vagaron por mi boca deleitosa; me sumergí en tu sexo antes de poblarlo, arrancándote vagidos orgásmicos mientras destilaba tu rosada perla del placer; y por fin, cuando me hice sitio en tu interior, me clavaste tu esquelética pelvis sin que me importase, pues tu frenética danza complacía a unos dioses que me daban sus favores. Terminó todo entre fogosos gañidos entremezclados con suspiros.

Me separé de ti anónimo, pero no dejé que tú lo fueses. “Saivla” me dijiste mientras volvías a cubrirte. Yo te dije el mío pero sé que no escuchaste, que fue tan sólo un murmullo más de aquellos que, entre promesas, partió miserablemente con el viento, dejando su semilla para no volver más.

Mara

El lujurioso paisaje susurraba su murmullo de hojarasca mientras caminábamos por senderos olvidados. Viendo la tierra erosionada por desconocidos viajeros, pensé en aquellos que algún día pasaron con la suficiente frecuencia como para dejar un rastro en tan bello lugar. Si, en algún tiempo remoto, un sólo hombre atravesó aquella tierra, no dejó tras de sí más que huellas polvorientas confundidas en el camino.

Ibas constantemente delante de mí, guiándome. Habías prometido a algún íntimo dios de alguna perdida mitología no cruzar palabra acerca de nuestro destino, manteniéndolo en el secreto. Avanzaba tras de ti, oh musa de mi pluma, sin importarme el lugar donde me llevases, ni el motivo que te movía a llevarme hasta donde sólo tú sabías.

Pasamos entre enmarañadas frondas siguiendo el rastro de un predecesor indeterminado. La bóveda celestial se ocultaba de nosotros tras las espesas copas de los árboles que, imperturbable, vigilan detenidamente nuestros pasos. Estaba tan desorientado que sabía que subíamos cimas cuando el terreno ascendía, y que bajábamos a hondonadas cuando veía las raíces de los árboles sobre nuestra cabeza. Me guiabas a través de un laberinto de zarzales y brezos, cual cuerda de Ariadna lanzada a un desesperado Teseo.

Fueron para mí horas las que pasamos mudos, andando entre tanto verdor, serpenteando entre el esplendor de la naturaleza. Por fin, tras unos arbustos, la claridad del sol se nos enfrento desafiantemente mientras nuestros pies se embarraban en unas tierras anegadas. Ante nosotros, abriéndose paso entre las columnas de madera que lo bordeaban, quedaba un caudaloso río que iba estrepitosamente en busca del mar. ¿Por qué sus aguas, que acariciaban fieramente su lecho pedregoso, no me habían antes advertido de su presencia? Pareciste haber oído mi silenciosa pregunta, y una sonrisa se esbozó en tu rostro a manera de idéntica respuesta.

Avanzamos un trecho más a lo largo de la orilla del río hasta llegar a un verde pastizal, tibio como la humedad que resplandecía fruto el rocío. Te sentaste entonces sobre una roca que, sumergida en el agua, sobresalía al exterior su parte mayor. Continuamos en silencio. Me mirabas a mí y yo a ti. Sólo se oía el murmullo del río, las hojas apareándose con otras hojas, los insectos zumbando en busca de alimento. Parecía todo aquello un rezo orquestado por un misterioso vicario natural. Tan sagrada esencia dimanaba de él, que no me atrevía, a pesar de mi curiosidad, a violarlo con palabras que, fuesen las que fuesen, sonarían obscenas. En tus ojos vi que eras consciente de mi turbación, pero, sin embargo, no aparentabas compartirla, incluso parecía divertirte. Tomé yo, pues, también asiento en otra roca, gemela a la del río, que emergía del salvaje pasto. Y me quedé contemplándote, observando la noche de tu mirada que ahora se perdía en el curso de las aguas.

De pronto, te incorporaste. Tu pelo azabache, medía melena que lacia caía hasta poco más de tus hombros, era mecido por la suave brisa que arrastraba el impulso del río. Eran sables tus ojos que con su filo me impelían a ser estatua. Quedamente, fuiste despojándote sin ninguna explicación de tu escaso atavío. Tu amplía pero corta falda, de vuelo como de pájaro, se deslizó por tus compactas y estilizadas piernas, dejando tras de sí la vaporosa estela del roce con tu piel. Tu sedosa blusa, del color que el mar debe tener en las profundidades, cayó liviana, arrastrada levemente por la brisa. Y quedó, de esta manera, tu cuerpo ante mí, oculto únicamente el cielo que hay entre tus piernas por un tejido como de noche. No había vergüenza en tus ojos, no te inquietaba mostrarme, sin motivo alguno al que yo hubiese dado pie, tu pálida piel reverberante de deseo; de deseo inquieto y escondido que siempre sale a flote cuando la dermis descubierta por completo toma contacto con el viento.

Pudorosa, estrechaste tus brazos alrededor de tus menudos senos, escondiendo a mis ojos los botones rosados que destacaban entre toda tu albura de nieve. Apenas había tenido tiempo, en una fugaz mirada, de verlos. Te apoyaste en un árbol y me miraste. Parecías haberte convertido en un verso más de la plegaría que árboles, río y follaje murmuraban entre dientes. Te habían hecho sagrada, intocable. Mi ardor masculino escapábaseme por los ojos. Era mi mirada manos delicadas que recorrían tu cuerpo en caricias invisibles. Con un chasquido, un botón se desabrochó y, suavemente, cayó la más íntima prenda interior hasta la hierba, seguida por tus brazos que, extendiéndose hacia atrás, rodearon el contorno del árbol.

¿En que se convirtió entonces mi mirada? En una insolente y hambrienta bestia, en un salvaje y obsceno arrebato de pasión. Pero, sin embargo, pronto mis ojos dejaron de ver tan sólo aquella explosión de carnalidad. Eras pura... pura como el agua, como la madera del árbol que tocabas; pura como la hierba que cosquilleaba tus descalzos pies... Así, desnuda, eras una criatura más de la naturaleza: tu melena eran hojas arremolinadas que salían en busca de luz; tus senos eran frutos en flor que pendían de tu tronco de níveo ébano; tu talle se ondulaba como se ondulaba el agua formando crestas sobre las rocas; tus ancas, pétreos promontorios inamovibles, permanecían imperturbables a cualquier capricho meteorológico; y la enredada pelambre de tu pubis se ensortijaba cual enredadera que, tras la ventana, trata de espiar la divinidad.

Yo, convertido en estatua, observaba el maravilloso paisaje con el que la madre naturaleza se empeñaba en bendecirme. Rompiendo tu idéntica inmovilidad, avanzaste a mí como la brisa, me susurraste al oído palabras hondas como raíces, y depositaste sobre mis labios un fragante ósculo, suave como el pétalo de las rosas de donde venía su perfume. Y en aquel instante, en aquel santuario de verdor, te entregaste a mí con el furioso ritmo que la corriente imprimía al agua del río.

Nina

Te vi en la playa cuando aún no estabas desnuda. Tres hombres y una mujer te acompañaban, pero tú fuiste la única que se quitó la ropa, la poca ropa que llevabas. Cayó primero el short, deshilachado a la altura de las ingles, y luego una fina tela que era la mínima expresión de una braguita. Mientras te alzabas la camiseta, y antes de descubrir tus senos, uno de los hombres te tomó una foto. Cuando quedaste desnuda en aquella mañana nublada de playa, fue como si el sol se hubiese abierto paso iluminando la arena y el mar. Seco, tu cabello ondulado trepaba por tu cabeza, alzándose triunfalmente sobre lo alto. Cuando te convertiste en sirena y te abrazaron las olas, se rindió impotente ante la espuma y la sal. Tu estilizado cuerpo se estremeció al contacto del agua, y casi pude sentir como tus pezones se endurecían en tus pequeños pechos. Esto me hizo coger los prismáticos, aún a riesgo de que fuese descargada sobre mí una retahíla de insultos feroces. Pero estos sólo podían venir de ti, ya que los demás me daban la espalda.

Chapoteaste en el agua, ocultando tu desnudez bajo la tranquila superficie. Nadaste un poco y, por fin, surgiste cual Venus de la concha, quedando ante el objetivo y ante mí con tu piel mojada brillando igual que tras un rapto de pasión. Fue ahí cuando pude apreciarte bien, descubrir todo lo que eras y significabas. Parecías acercarte o superar ligeramente la veintena; como edad perfecta te hubiese puesto diecinueve. Pero de la presunta inocencia de esa edad sólo quedaban rescoldos vagamente perceptibles. Tu sonrisa evidenciaba que ya habías probado las mieles del cáliz de los placeres carnales. No era la tuya una sonrisa virginal, sino que estaba tintada de la malicia tentadora y sugerente de las desfloradas.

Tu cuerpo era suave, sutil, lejos de la exuberancia pero parco en la escasez. Tus senos, pequeños pero no exiguos, surgían livianos de tu torso. Senos, pechos, busto, mamas, ubres, tetas… no encuentro el nombre apropiado para bautizar aquellas dos breves maravillas de pezón contraído envarado que, desafiante, se clavaba en la película de la cámara que te inmortalizaba sin cesar. De frente, de perfil, de medio perfil, de espaldas…; de medio cuerpo, de cuerpo entero, de tres cuartos, un primer plano…; nadando, flotando, tumbada en la arena boca arriba, boca abajo, de lado…; sonríe, medita, seduce, provoca… Te tenía ante mí, veía todas las facetas de tu ser carnal. Otros, quizás muchos, te tendrían inmóvil, escultura en el pasado. Yo tenía tal vez menos, pero era el fugaz momento del presente, un presente que grababa a fuego en mi memoria todo pliegue de tu cuerpo, todo doblez de tu carne, toda gota que resbalaba sobre tu piel.

Te tallaba en mi recuerdo cuando me descubriste. Tus ojos se encontraron con los míos a través de las lentes del prismático, unos ojos que apenas se sobresaltaron cuando me advirtieron. ¿Acaso sabías que yo estaba allí, observándote, desde el primer momento y sólo ahora revelabas que mi presencia había sido descubierta? Tus labios se entreabrieron, para dar una voz de alarma pensé. Pero no hubo voz, no hubo palabra, tan sólo una lengua juguetona que desfiló lentamente de comisura a comisura. No hubo alarma, sólo una lasciva bienvenida, un saludo rebosante de erotismo.

Entonces, sin rubor alguno, dedicaste tu mulato espectáculo a mí. Las curvas de tus senos, cintura y caderas se hicieron más pronunciadas, más peligrosas; tus pezones parecían crecer más; el negro vello de tu pubis me susurraba la canción de los árboles que ven sus capullos florecer y se ensortijaba hacia el interior; tu sonrisa se hizo tan cristalina como el manantial del pecado; el agua que resbalaba por tu piel se entibieció y se hizo sudor… Me firmaste cada gesto, empapado de picardía criolla; cada pose, salpicada con el brillo de los ojos del deseo. Te cincelaste en el aire como un suspiro apasionado de amor, adoptando nuevas formas, incitando mi carnalidad mientras desbocabas la tuya.

A pesar de la hermosa sinfonía que componías toda tú, mis ojos seleccionaron entre todo el conjunto y se clavaron fijamente en tus pechos y en tu rostro, rostro mulato de daifa inocentemente provocadora. Tus ojos, las comisuras de tu boca relampagueante, los surcos que éstas abrían en tus mejillas al sonreír, tu naricilla tímida y respingona… y tus senos, de garrochas yertas sobre colinas, rodeadas por lagos oscuros y poblados por pequeños archipiélagos… en ese momento me enamoré de tus pezones y de tu rostro y te hiciste perenne en mi frágil memoria.

Y es porque es frágil que te convierto ahora en papel, en letra, en imaginación. En mi mente te guardo entre otros pechos (que de parcos son senos y de generosos, tetas), entre otras nalgas, otras pieles, otros rostros y otros cuerpos. Pero si quise tallarte en palabras, si quise encarnarte en lenguaje, fue por la sonrisa desnuda que envolviste en la brisa y me hiciste llegar, cabalgando en un suspiro de mar, antes de vestirte y marcharte dejándome sólo con el brillo tan efímero y permanente de la estrella fugaz del deseo carnal.

Marina

Te vi en la playa cuando aún no estabas desnuda. Tres hombres y una mujer te acompañaban, pero tú fuiste la única que se quitó la ropa, la poca ropa que llevabas. Cayó primero el short, deshilachado a la altura de las ingles, y luego una fina tela que era la mínima expresión de una braguita. Mientras te alzabas la camiseta, y antes de descubrir tus senos, uno de los hombres te tomó una foto. Cuando quedaste desnuda en aquella mañana nublada de playa, fue como si el sol se hubiese abierto paso iluminando la arena y el mar. Seco, tu cabello ondulado trepaba por tu cabeza, alzándose triunfalmente sobre lo alto. Cuando te convertiste en sirena y te abrazaron las olas, se rindió impotente ante la espuma y la sal. Tu estilizado cuerpo se estremeció al contacto del agua, y casi pude sentir como tus pezones se endurecían en tus pequeños pechos. Esto me hizo coger los prismáticos, aún a riesgo de que fuese descargada sobre mí una retahíla de insultos feroces. Pero estos sólo podían venir de ti, ya que los demás me daban la espalda.

Chapoteaste en el agua, ocultando tu desnudez bajo la tranquila superficie. Nadaste un poco y, por fin, surgiste cual Venus de la concha, quedando ante el objetivo y ante mí con tu piel mojada brillando igual que tras un rapto de pasión. Fue ahí cuando pude apreciarte bien, descubrir todo lo que eras y significabas. Parecías acercarte o superar ligeramente la veintena; como edad perfecta te hubiese puesto diecinueve. Pero de la presunta inocencia de esa edad sólo quedaban rescoldos vagamente perceptibles. Tu sonrisa evidenciaba que ya habías probado las mieles del cáliz de los placeres carnales. No era la tuya una sonrisa virginal, sino que estaba tintada de la malicia tentadora y sugerente de las desfloradas.

Tu cuerpo era suave, sutil, lejos de la exuberancia pero parco en la escasez. Tus senos, pequeños pero no exiguos, surgían livianos de tu torso. Senos, pechos, busto, mamas, ubres, tetas… no encuentro el nombre apropiado para bautizar aquellas dos breves maravillas de pezón contraído envarado que, desafiante, se clavaba en la película de la cámara que te inmortalizaba sin cesar. De frente, de perfil, de medio perfil, de espaldas…; de medio cuerpo, de cuerpo entero, de tres cuartos, un primer plano…; nadando, flotando, tumbada en la arena boca arriba, boca abajo, de lado…; sonríe, medita, seduce, provoca… Te tenía ante mí, veía todas las facetas de tu ser carnal. Otros, quizás muchos, te tendrían inmóvil, escultura en el pasado. Yo tenía tal vez menos, pero era el fugaz momento del presente, un presente que grababa a fuego en mi memoria todo pliegue de tu cuerpo, todo doblez de tu carne, toda gota que resbalaba sobre tu piel.

Te tallaba en mi recuerdo cuando me descubriste. Tus ojos se encontraron con los míos a través de las lentes del prismático, unos ojos que apenas se sobresaltaron cuando me advirtieron. ¿Acaso sabías que yo estaba allí, observándote, desde el primer momento y sólo ahora revelabas que mi presencia había sido descubierta? Tus labios se entreabrieron, para dar una voz de alarma pensé. Pero no hubo voz, no hubo palabra, tan sólo una lengua juguetona que desfiló lentamente de comisura a comisura. No hubo alarma, sólo una lasciva bienvenida, un saludo rebosante de erotismo.

Entonces, sin rubor alguno, dedicaste tu mulato espectáculo a mí. Las curvas de tus senos, cintura y caderas se hicieron más pronunciadas, más peligrosas; tus pezones parecían crecer más; el negro vello de tu pubis me susurraba la canción de los árboles que ven sus capullos florecer y se ensortijaba hacia el interior; tu sonrisa se hizo tan cristalina como el manantial del pecado; el agua que resbalaba por tu piel se entibieció y se hizo sudor… Me firmaste cada gesto, empapado de picardía criolla; cada pose, salpicada con el brillo de los ojos del deseo. Te cincelaste en el aire como un suspiro apasionado de amor, adoptando nuevas formas, incitando mi carnalidad mientras desbocabas la tuya.

A pesar de la hermosa sinfonía que componías toda tú, mis ojos seleccionaron entre todo el conjunto y se clavaron fijamente en tus pechos y en tu rostro, rostro mulato de daifa inocentemente provocadora. Tus ojos, las comisuras de tu boca relampagueante, los surcos que éstas abrían en tus mejillas al sonreír, tu naricilla tímida y respingona… y tus senos, de garrochas yertas sobre colinas, rodeadas por lagos oscuros y poblados por pequeños archipiélagos… en ese momento me enamoré de tus pezones y de tu rostro y te hiciste perenne en mi frágil memoria.

Y es porque es frágil que te convierto ahora en papel, en letra, en imaginación. En mi mente te guardo entre otros pechos (que de parcos son senos y de generosos, tetas), entre otras nalgas, otras pieles, otros rostros y otros cuerpos. Pero si quise tallarte en palabras, si quise encarnarte en lenguaje, fue por la sonrisa desnuda que envolviste en la brisa y me hiciste llegar, cabalgando en un suspiro de mar, antes de vestirte y marcharte dejándome sólo con el brillo tan efímero y permanente de la estrella fugaz del deseo carnal.

Lidia

Voy a ser gráfico, directo, hiriente quizás para algunas sensibilidades. Voy a ir al grano, describiendo vehementemente pero sin tapujos su cuerpo. ¡Basta de metáforas estúpidas y comparaciones tontas!

Lidia es gorda, muy gorda. En ella se albergan 120 kilos de pasión de ébano desenfrenada. Su volumen de movía por la ciudad tambaleándose ligeramente con cada paso por culpa del ingente trasero, hendiendo el viento con sus desmesuradas mamas a forma de arietes de batalla. Un suéter blanco, en armonioso contraste con su oscura piel, transparentaba unos pezones envarados, más oscuros aún, de extensa aureola. Su cuerpo cincuentón embrutecido por el trabajo, deformado hasta adquirir dimensiones monstruosas a causa de los partos, la hacía pasar desapercibida ante los ojos de los hombres que buscan en los escotes y bajo las minifaldas de mujeres más estilizadas y jóvenes que ella. Sin embargo, mis ojos lascivos se posaron sobre ella al igual que los millares de ojos de una araña hambrienta ante una mosca.

Cuando atrapé con mi tela de araña a mi presa, pude contemplar ante mí la encarnación del desenfreno más absoluto, la carnalidad del deseo salvaje. Aquellas desmesuradas y desafiantes ubres se habían convertido en dos fortalezas derruidas por su propio peso y el de los años pretéritos, esparciéndose sobre una serie de colinas y pliegues que concluían sobre una montaña de gran contorno. Poseían aquellas colosales mamas, ahora desmoronadas, la belleza etérea de las ruinas de una ciudad que envuelven y atrapan con su misterio. Largas estrías surcaban su superficie, como senderos formados por los caminantes al viajar por un bosque, llegando hasta un espacio dominado por la aureola del pezón que, lóbrego como una noche sin estrellas, se extendía llamativamente en cada pecho, portando el estandarte de un pezón pétreo y envarado.

Bajo ellos, unos ribetes flácidos de grasa caían a los costados de una cintura tan sólo ligeramente abocetada. El ombligo coronaba una inmensa y lisa barriga. Bajo toda aquella desmadejada humanidad, se ocultaba un sexo densamente poblado por un vello negro y rizado. Cada mechón resplandecía a la luz con el reflejo de su humedad. Negar que bebí de aquel germen de pecado y lujuria sería como negar que el sol sale cada mañana.

Me perdí en ella antes de que fuese consciente de mis deseos concretos. Tanto calor flotaba en el ambiente que no tardó en convertirse aquello en una cruenta batalla sexual. Cada uno se afanaba en extraer al demonio del éxtasis por su vía orgiástica antes de que el otro lo consiguiera. Yo le tendía emboscadas entre las ondulaciones de sus carnes, escondiéndome bajo las grasas que se deslizaban flácidamente a lo ancho de su mole, mientras ella me infligía apasionadas heridas en puntos que hasta yo mismo desconocía.

Hundí mi miembro en su vagina, en su boca, en su ano. Ella se entregó a mí con la misma pasión con que yo a ella. En cuestión de horas, no hubo depravación que no hubiésemos probado, juego al que no hubiésemos jugado, fantasía que no hubiésemos realizado. Nos envolvimos en una espiral de pasión desordenada y nos perdimos en laberintos sudorosos de deseo carnal. Como fetichista, devoré sus pies y sus inmensas ubres; como depravado, la forcé a que albergase mi miembro en su boca, obligándola a tragar mi simiente. Ella, como puta, se dejó hacer todo lo que yo quería. Ella, tan grande y voluptuosa como esas estatuas que encuentran los arqueólogos y que encarnan a la diosa madre, me absorbía por los innumerables pliegues que sus carnosidades esparcían por su cuerpo. Yo, que creía ser amo y señor, únicamente era esclavo de su enjundia, y fingía dominar la situación cuando en realidad era dominado por ella. El final fue una serie de epílogos orgásmicos. No había parte de su piel café que no estuviese manchada de la blancura semitransparente de mi semen.

Nos separamos tal y como nos encontramos. No hubo palabra alguna que sugiriese tristeza por la despedida al igual que no hubo ninguna que reflejase alegría por el encuentro. La pasión es muda, y ambos lo sabíamos. Nos miramos a los ojos sabiendo que aquello había sido tan sólo una manera de pasar el rato como otra cualquiera, aunque quizás más placentera. Volví a sumergirme de nuevo en la marea de ojos que buscan en los escotes y faldas de las jóvenes y delgadas. Volvían mis ojos a ser unos de esos ojos, moviéndome a la par de la corriente para fluir con ella y no ser arrastrado. El miedo a ser desclasado, apartado de los demás invadió de nuevo mi ser. Ese miedo era el que condenaba a Lidia y a otras mujeres a no ser buscadas, a ser tan sólo encontradas por aquellos que albergan en su entrepierna una necesidad sin escrúpulos. Ese miedo era el que las negaba el derecho a ser admiradas.

Jeanneth

No me canso nunca de recorrer cada centímetro de tu piel: desde las amplias superficies de tus pechos hasta la curvatura de tus caderas, los rincones de tus oídos y el angosto pasadizo que escondes entre tus piernas. Nunca me aburro de contar cada hueco entre la longitud de tus cabellos, ni de ver cada suspiro que pasa entre ellos. No me harto de saborear tu sudor enfebrecido, ni de oírte cantar esos versos que son tus gemidos. No me cansa, no me aburre, no me derrota poseerte, pues así también soy yo poseído.

Explicarte es pobre: hay que sentirte. Brillar con tu alegría y oscurecer con tu tristeza; existir con tu vitalidad y extinguirse con tu abatimiento; cocerse con tu calor y congelarse con tu frío.

Calor. Tu mera presencia es calor. Quiero mirarte ahora con los ojos de otro, con los del amante con quien no me engañas y que a mí me gustaría ser para, así, verte de nuevo por primera vez.

Vestida, provocas. Desnuda excitas. Porque vestida insinúas, en el nacimiento de tus pechos, un inacabable caudal de pasión, un incontenible manantial de lujuria. Creas el anhelo de ver el resto, y haces trabajar la imaginación del lascivo diseñando la aureola de tus pezones, ora grande y diluida en sus bordes, otrora pequeña y granulada. Y tus pezones mismos, creciéndolos o disminuyéndolos al antojo de su fetichismo.

Tu talle estrecho, del que nacen tus rotundas nalgas, diestramente moldeado por el alfarero celestial, te hace perfecta figura incitante y pecaminosa; es el acento justo en la palabra indicada que hace la frase perfecta. Y son tus nalgas las que dieron el nombre y la definición a esa palabra (a veces obscena, a veces jocosa, siempre elocuente) de “culo”. Porque culos como el tuyo hay pocos, perfecto hasta la matemática y proporcionado con el resto del conjunto.

Y quien logra sustraerse a tales encantos corporales y se digna a levantar la vista, se topa con coronación de la obra maestra de Venus: un rostro que pasa de la inocencia a la voluptuosidad en un parpadeo, llegando al fondo de las mismas, intercambiando el papel de querubín y súcubo con cada brizna de viento. Bondad y pecado se cruzan y se encuentran, se odian y se aman, copulan y se rechazan.

Pero es cuando los susurros caminan por tu piel, cuando tu carne es acariciada por los vientos, es entonces cuando florece la primavera, cuando el sudor es un licor embriagante y cuando hasta las pestañas hacen ruido al caer. Mudo me quedo al ver el esplendor de tu naturaleza carnal.

Cimas y hondonadas, cerros y pendientes, valles recorridos por senderos sinuosos… eres un paisaje exuberante en movimiento.

Escalo tus senos hasta conquistar tu pezón, capullo de flor naciente enraizada en las profundidades del deseo. Tensa garrocha de conquista, rígido estandarte en el que cuelgo mi bandera, recorro su curvatura, su longitud y su cumbre.

Pero mi carácter andariego me lleva a explorar cada camino de tu cuerpo. Ando por altiplanos y desniveles, respirando cada poro y disfrutando cada tono de luz que se refleja en tu piel hasta que, habiendo pasado por todas las sendas, senderos y vías, desando lo andado e indago en la boscosa gruta donde escondes el hidromiel de los dioses.

Ya desde lejos, su fragancia es arrebatadora, enajenante, susurrando con voz de sirena el abandono de la racionalidad, el abrazo a la lujuria, la renuncia a Palas Atenea y la adoración a Afrodita. Embelesado, me dejo caer en los brazos de tu hechizo y bebo de tu manantial.

Cuando por fin cedes paso a mi tosquedad, entro tímido y tembloroso; pero cuando te engarzas en mí, estrujándome y exprimiéndome, me convierto en una bestia sin cerebro cuyo único propósito en la vida es demostrar su fuerza y darte así satisfacción. Luego, me derramo con un grito, se me escapan las fuerzas, me convierto en un pingajo desplomado, carne para cuervos. Te contemplo luminosa, radiante. Tu hechizo lascivo ha desaparecido, ya no tienes poder sobre mí. Pero, al poco, esta inmunidad se desvanece; la diosa había tomado forma mortal para que recuperase mi orgullo y así volver a aplastarlo y recordarme el pobre esclavo que soy de su divinidad resplandeciente.

El sudor brillando en tu piel me hace consciente de todo lo que perdí. Tu pezón goteante envuelto en bruma me lastima mostrándome en su reflejo todo lo que abandone, todo lo que se quedo atrás. Y vuelvo a perderlo, a abandonarlo, a dejarlo atrás con una mueca adolorida… Me embriagué con la curvatura de tus senos y con encantos de tus caderas, y borracho de lujuria, dejé atrás demasiado. Y mientras me mantengas borracho, sólo me quedará retirarme a un rincón para llorar amargamente por lo que perdí.

Pero un día, sí, un día, sé que una nueva piel se cruzará en mi camino…

Amalia

Lo primero que veo es la silueta de su cuerpo que la penumbra esboza entre las tinieblas. Me siento como un niño que recibe su primer regalo de Navidad. La suavidad de las líneas me permite comprobar que nada la cubre, y el niño ansioso por el regalo es sustituido por un tipo mucho mayor cargado de lascivia. Es ella quien enciende la luz, una luz que hace partir sombras tan pequeñas como sus senos, sombras proyectadas por el monte de Venus, ocultando el pubis. El resto de ella es blanco, luminoso.

Su piel parece seda, sabe a seda y tiene el tacto de la seda. No necesito tocarla para comprobarlo. Su esbelto cuerpo se proyecta hacia arriba como una de esas actrices de cinemascope por televisión. Es alargada, no alta. Esbelta y no delgada. Sutil y no brusca. ¿Qué importa que esté desnuda? Eso es un adorno más, como podría haberlo sido una chaqueta o una falda. Porque ella, que la he visto con ropa y sin ropa, despide una luz capaz de atravesar cualquier tela, cualquier piel. Tiene ese espectro que traspasa los límites de lo físico, que es sensualidad pura encarnada en una envoltura carnal al azar. Tiene esa inocencia candorosa que hace que uno se ofenda al verla desnuda, y esa malignidad de súcubo que hace insoportable verla vestida.

Desde ahí, me proyecto, me fragmento enclavándome en cada uno de sus preciados y preciosos tesoros, aferrándome a ellos, fundiéndome entre su vello y su sudor. Recorro su nuca para producirla escalofríos; sus pechos para producirla estremecimientos, su pubis para que toque el cielo… Quiero hacerla sentir que estoy aquí, pues con su suntuosidad opaca a todo aquel y a todo aquello que no sea ella… Ante Amalia, los márgenes de mi mirada se diluyen y el resto de la habitación se difumina… pierdo la consciencia de que existo y sólo soy consciente de que existe ella… Ella, Amalia, la musa que se aparece a los pintores de desnudos durante el sueño, la amante que poblaba las infieles fantasías de Zeus, la mujer que nunca será madre aunque sea madre, que nunca será esposa porque será siempre esposa de todos los hombres, que nunca será casta porque ser casta es pecado para ella. …

Rondo tembloroso e inquieto por su cuerpo, tímido y apocado como el niño que entra por primera vez en una iglesia… husmeo como el animal lo hace con una cueva en la que quiere dormir esa noche y, al igual que él, encuentro que hay seguridad allí, que estaré confortable y caliente, que nada ni nadie me hará daño en el mundo mientras este ahí. Pero de pronto me sacudo, ella ha reaccionado. No se opone a mi presencia, pero no quiere que la excluya, que crea que somos dos y no uno… es la diosa tiránica que recuerda a los hombres su existencia y que otorga favores sólo por ser adorada. Me ataca como un súcubo feroz, succionando cada centímetro de mi piel y haciéndome entrar en su ser de todas las depravadas y perversas maneras... Se despoja de su nimbo angelical sustituyéndolo por un aro de fuego, pero mantiene su aureola de inocencia para hacerme sufrir, mostrándome lo que creía que era y actuando como es. Me lleva de la mano hasta el borde, me muestra el abismo y me da esperanzas antes de arrojarme a él... Caigo sin poder asirme y me desbordo por todas partes, notando como ella liba como hidromiel cada migaja de mi placer.

Luego desaparece como el humo, se eleva dejándome con su imagen como única prueba de su existencia… No veo su ropa pero no se ha ido vestida. Sé que ha estado desnuda pero me aborrezco por haberla visto así. La luna entra por la ventana mostrando vagos restos de su perfume que quedaron en el aire. Una diosa vaga libre y colérica por los caminos, iracunda contra aquellos que ignoran su existencia. Esos, esos serán durante unos instantes elegidos como yo. Luego caerán de rodillas, mirando en el suelo el rastro de su huella que va borrando la tierra esparcida por el viento, y lloraran como yo lo hago ahora por la certeza de no volverla a ver nunca más que deja su partida. Y mientras, sus suspiros serán como rezos por una diosa vestida con el nombre de Amalia.

Prólogo

¿Quién fue el estúpido que definió la belleza? ¿Quién le puso fronteras a los ojos y límites a lo que observan? ¿Quién estableció cánones, medidas, proporciones? ¿Quién bendijo con la belleza y estigmatizo con la fealdad? Díganme, ¿quién?

Me gustaría encontrarme con la persona que dividió a las mujeres en guapas y feas, con quien incrustó estúpidas mentalidades separatistas en los hombres, con quien idealizó una imagen, la puso sobre un pedestal y obligó a adorarla, olvidando decir que las imágenes son planas y carecen de fondo.

Quiero, desde aquí, tratar de romper esas barreras, ofreciendo al mundo mi visión (de hombre) de las mujeres. Una visión masculinista, que se queda en lo puramente físico, en lo poéticamente carnal. No quiero ir al trasfondo, pues toda persona es un vasto océano que ni ella misma puede cruzar. Me anclaré en lo material, explorando los pliegues de la carne, las curvas donde derrapa el deseo y los recodos, recovecos, madrigueras y escondites donde buscamos, o mejor dicho encontramos, la lascivia en un cuerpo de mujer. Al fin y al cabo es lo primero que hacemos los hombres.

Gordas, flacas, altas, bajas, blancas, negras, jóvenes, maduras, exuberantes, planas: no importa. Toda mujer, sea madre, esposa, señorita o doncella, es un ángel de lujuria encadenado; toda fémina, sea agraciada o no, es hija de Venus.

Ya pueden gritarme esas exageradas feministas que hay por ahí mientras esculpo este homenaje a la mujer. Si se sienten ofendidas, si se sienten tratadas como mero objeto sexual, será una indignación que yo no he buscado pero que ellas han encontrado. Y es que hay gente que trata de llevar las diferencias sexuales más allá, ignorando (inocente o deliberadamente) que, con independencia de los órganos con que orinamos y alcanzamos el orgasmo, al fin y al cabo todos somos personas.

IVÁN LASSO CLEMENTE